¡Que comience el juicio!
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¡Que comience el juicio!

Bienvenidos al juicio más esperado en la historia: “El pueblo vs Dios.” Aquí no hay moderador ni evidencia. Solamente hay fiscales, muchos fiscales. Asquerosamente demasiados. En el podio del demandado está Jesús. En el banco del jurado está nada más y nada menos que el 85% de la humanidad que espera ver un caso sucio y corrupto. ¿De qué se acusa? De mentiroso, odioso, corrupto, blasfemo, falso, mujeriego e inexistente.


Se presenta el fiscal #1 con el dedo señalando la demacrada cara, llena de sangre, sudor, lágrimas, dolor y residuos de espinas que han permanecido en sus cienes. “Comprueba que eres Dios!” es la primera orden del fiscal. “Comprueba que verdaderamente existes. ¿Aquí nadie te ha visto en sus vidas y esperas que se arrodillen ante ti?” Es un clavo más. Un martillazo más. En vez de contestarle directamente su pregunta, primero lo mira a los ojos. Unos ojos ovalados, azabache carbón con una pisca de rojo en el centro. Cubiertos por un párpado semiabierto y 20 pestañas. El creador admira su diseño y le habla con amor a su hijo: “Por todo lo que digas, ya eres perdonado. Por todo lo que me odies, ya eres perdonado. Y por todo lo que me mates, en tu conciencia encuentra el perdón y serás perdonado. Yo si lo soy…” No hay más palabras y se retira el fiscal #1.


Llega el fiscal #2 al piso. Comienza su discurso cuando el juez de ojos diagonales y con corbata roja suena el martillo con la brusquedad del alma. Parece que desea que salga culpable. “Te hablé y me ignoraste. ¿Acaso no me escuchas? ¿Acaso eres falso?” Las manos de Jesús le tiemblan y no por el susto, sino por el dolor de la cruz. Todavía la siente en su hombro. ¿Cuánto debió de haber pesado aquella cruz? Nunca pensó en escapar, aunque podía hacerlo. Se recuerda vorazmente de Pedro en la barca. Se recuerda de su madre cuando esta lo abrazaba. Se recuerda del desayuno y el trabajo que compartía con su padre. Mira al declarante y le responde “Tú eres mi cordero e hijo del Padre. Nunca te abandoné, aunque te hayas extraviado del camino por el que te guiaba. Y aunque fuese decisión tuya alejarte de mí, yo te lo permití. Pero cuando vuelvas a mi, con un gran banquete te recibiré, con buenas ropas te vestiré y con gran amor te abrazaré.” El fiscal #2 mira hacia abajo y se retira, dándole paso al tercer fiscal.


Uno a uno lo van acusando y a este, el cuerpo, le sigue hiriendo. ¿Y que hay en su mente?, se pregunta el jurado. ¿Tal vez vergüenza? ¿O arrepentimiento de no contestarme mis plegarias? “¿Cómo lo acabo? ¿Cómo lo mato y me asegure que muera?” se pregunta el jurado.


Pues ves, lo único que el hombre, plebeyo al Imperio, y rey de la vida tiene en su mente eres tú. Eres tú jurado. Eres tú fiscal. Eres tú juez. Pero también eres tú, Pedro. Y no el odio, sino el perdón completo del alma y la lágrima del sufrimiento en el mundo a causa de esto. Sigue el jurado y sigue la crucifixión. Pero sigue la sonrisa a causa de ti.

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